February 2018

Colombia: Asesinato de líderes sociales: la guerra que sigue viva

Aunque la tasa general de homicidios disminuyó con el acuerdo de paz, la violencia se ha enseñado contra quienes defienden los derechos de los más vulnerables- es decir contra los mismos que sufrieron la guerra-. ¿Qué está pasando y qué se puede hacer?

Author Carlos Guevara

Source Razón Pública

Los salmones

Siempre he sentido fascinación por los salmones. Me asombra su capacidad de afrontar obstáculos y vencerlos. Los salmones enfrentan un sin fin de depredadores durante meses y en el momento culmen de su vida, nadan contra la corriente para poder reproducirse.

La vida de los líderes sociales en Colombia se asemeja a la de este pez extraordinario.

Durante décadas, los líderes sociales fueron la población más invisibilizada del conflicto armado. Tanto así que ni siquiera el Centro Nacional de Memoria Histórica los mencionó en su principal documento, el informe Basta Ya. Han sido olvidados por el Estado colombiano en su conjunto. Los gobiernos de turno de los últimos 20 años han hecho todo lo posible por ocultar la violencia sistemática que sufren los líderes sociales de Colombia.

Desde la sociedad civil, el registro más antiguo de violencia contra líderes sociales es el  del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP). Pero la documentación más precisa la tiene el Programa Somos Defensores, que cuenta con la base de datos más completa y donde se registran aproximadamente cinco mil defensores y defensoras de los derechos humanos que han sido agredidos.

Los diversos gobiernos de los últimos 20 años han hecho todo lo posible por ocultar la violencia estructural que sufren los líderes sociales.

Esta invisibilidad, que parecería ser lapidaria para los líderes sociales, no ha sido excusa para que estos “salmones” sigan adelante. En medio de la guerra, estos activistas en los ámbitos local, regional, nacional e internacional izaron la bandera de la salida negociada del conflicto como única forma de acabar con las hostilidades y así buscar un país distinto.

Hace veinte años comenzamos a oír de los “defensores de derechos humanos” gracias a la declaración de Naciones Unidas donde se definía quiénes eran estos activistas y se establecían las obligaciones de cada Estado miembro con estos hombres y mujeres.

Pero en Colombia ya los conocíamos, aunque con otros nombres: los llamábamos líderes campesinos, indígenas, afros, sindicalistas, líderes estudiantiles, feministas o ambientalistas. Claro está, una pequeña pero poderosa fracción de la población colombiana los llamaba de otras formas peyorativas: chusmeros, mamertos, revoltosos, guerrilleros, terroristas.

El pasado 27 de enero, el líder social y defensor de derechos humanos Temístocles Machado fue asesinado en Buenaventura por sujetos todavía desconocidos.

Hoy, a pesar de los años y del avance de la democracia, la ampliación del paquete de derechos humanos y la firma de un acuerdo de paz con la guerrilla más antigua del continente, los “salmones” se siguen muriendo, pero no de viejos.

2017: más violencia focalizada

Ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas
Ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas
Foto: U.S Department of Defense

 

La implementación de los acuerdos de paz con las FARC tiene un sabor agridulce. Si bien es de suma importancia reconocer que el silencio de los fusiles implicó que tuviéramos la tasa de homicidios más baja en los últimos 30 años —24 por cada 100 mil habitantes—, esa tasa de homicidios se disparó focalizadamente en los defensores y defensoras de los derechos humanos.

Según cifras del Programa Somos Defensores los homicidios contra estos activistas vienen en aumento sostenido desde que empezó el proceso de paz:

  • En 2013 hubo 78 casos
  • En 2014, 55 casos
  • En 2015, 63 casos
  • En 2016 80 casos

En 2017 la cifra rompió la barrera de los 100 casos y en 2018 la situación no mejora y se torna aún peor con un registro de 18 líderes asesinados en los primeros 31 días del año.

De estos homicidios recientes de 2017 y lo que llevamos de 2018, los activistas con mayor número de muertes son los líderes campesinos, comunitarios, de juntas de acción comunal e indígenas en zonas rurales. Esto muestra que la violencia se concentró en personas defensoras pobres de lugares apartados del país donde la guerra ha estado siempre: departamentos como Antioquia, Norte de Santander, Valle de Cauca, Cauca, Nariño, Meta, Córdoba y Chocó.

Son personas con pocas posibilidades de acceder a la ayuda estatal: la misma población que ha puesto los muertos de esta guerra que no termina.

La violencia se focalizó en personas pobres de lugares apartados: la misma población que ha puesto los muertos de esta guerra que no termina.

Es aquí donde surge la pregunta del millón: ¿quién los está matando? Hay un mar de dudas.

Según la medición histórica de Somos Defensores, los mayores asesinos siguen siendo desconocidos (en parte por la inmensa impunidad, que llega al 87 por ciento según el informe especial STOP WARS – Paren la Guerra contra los defensores), seguidos de grupos de ascendencia paramilitar y con participaciones en menor proporción de fuerzas de seguridad del Estado y guerrillas.

Para las autoridades, los responsables de estos crímenes son de distintos tipos y por diversas motivaciones, como lo señaló el Fiscal General Néstor Humberto Martínez o incluso por “líos de faldas”, como lo dijo el Ministro de Defensa Luis Carlos Villegas. Infortunadamente, ambos funcionarios desconocen de tajo las motivaciones políticas que desde siempre han estado detrás de estas muertes y que aún no son investigadas a profundidad.

Más de 70 personas han sido capturadas por los crímenes de 2016 a 2018, pero ninguna de ellas corresponde a autores intelectuales sino tan solo a los que halaron el gatillo.

Un río de desafíos

Líderes sociales.
Líderes sociales.
Foto: Gobernación del Atlántico

 

En ese contexto, los “salmones” enfrentan el desafío de ser la pieza clave en la puesta en marcha de los acuerdos de paz, pues son ellos quienes tienen los contactos, el conocimiento de terreno y de las comunidades así como la experiencia organizativa y de vida para hablar de paz en medio de la guerra soterrada que aún los golpea.

Ellos fueron ellos quienes entre 2014 y 2017 lograron la movilización política de las víctimas, el avance en políticas estatales de derechos humanos y de protección, el no estancamiento de espacios tripartitos (Gobierno – Comunidad Internacional – Sociedad Civil) para garantizar la vigencia de los derechos humanos en Colombia e hicieron grandes contribuciones a las mesas de La Habana y de Quito.

El Estado colombiano tiene un río de desafíos para garantizar que los defensores sigan vivos y haciendo su trabajo:

1. Protección: Los mecanismos de protección existentes (decreto 1066 de 2015 y su programa de protección a personas en riesgo) y los derivados de los acuerdos de paz (Comisión de Garantías de Seguridad y No Repetición) aún no acaban de armonizarse.

El gobierno sigue protegiendo con escoltas, chalecos antibalas, vehículos blindados y teléfonos celulares, pero la protección colectiva, que es la que realmente se necesita, aún no despega muy a pesar de tener un decreto reglamentario (decreto 2078 de 2017).

Todo en el papel se ve bonito, pero a la fecha no hay dinero suficiente para cubrir semejante desafío. Actualmente, el Estado protege a 9 mil personas y en ello invierte más de 150 millones de dólares al año. El desafío es proteger nada menos que a 15 mil personas. Tampoco existe la capacidad institucional para atender el volumen de solicitudes de protección por venir.

No hay dinero suficiente para los líderes sociales, ni existe una institucionalidad preparada para dar abasto a las solicitudes de protección.

2. Prevención: Si bien el decreto 1066 de 2015 y su programa de protección a personas en riesgo dicen que el componente de prevención de esas violencias es fundamental, en la realidad nunca se han podido adoptar mecanismos eficaces para hacerlo.

Los mecanismos existentes, como el Sistema de Alertas Tempranas (SAT), no son tomados con la seriedad necesaria por el gobierno. Ejemplo de ello es el Informe de Riesgo 010 – 17 emitido el año anterior donde se advertía sobre el peligro que corrían más de 200 organizaciones de derechos humanos y sus activistas en 24 departamentos del país, sin que a la fecha se sepa qué hizo el gobierno para atender esta advertencia.

En el nuevo escenario de post acuerdo, el componente de prevención deberá ser una prioridad si no queremos seguir contando defensores muertos. Para lograrlo, ya hay un  nuevo decreto (decreto 2124 de 2017) que podría fortalecer la autonomía y eficacia del SAT. Amanecerá y veremos si se logra.

3. Investigación: Si bien hay que reconocer que en 2017 la Fiscalía avanzó como nunca antes en las investigaciones por crímenes contra defensores, falta avanzar en análisis sobre esta violencia y sobre los posibles patrones comunes entre estos crímenes.

Es muy positivo que el Fiscal General haya reconocido que hay indicios de “sistematicidad” en los asesinados de defensores, pero esta posición debe redundar en investigaciones profundas que develen los planes y organizaciones criminales detrás de estas muertes.

Solo cuando el salmón logra desovar en aguas más tranquilas, río arriba, descansa de su largo trayecto y recuerda que el camino que enfrentó recorrió y venció es la garantía de que sus descendientes tengan una oportunidad de vivir.

Así también los defensores de derechos humanos y líderes sociales han recorrido un largo camino hasta llegar a esta paz negociada con la esperanza de que sus descendientes y en general, sus propias comunidades, tengan esa oportunidad de conocer un país con menos dificultades para vivir en paz.

Colombia tiene la responsabilidad de estar a la altura de esa misión.

* Carlos Guevara es Coordinador de Comunicaciones, Incidencia y Sistema de Información de Derechos Humanos (SIADDHH) del Programa Somos Defensores, máster en Comunicación Política y Empresarial, especialista en Dirección de Cine, Video y TV, comunicador social y periodista.

 

Almost four environmental defenders a week killed in 2017

Source The Guardian and Global Witness

Author Jonathan Watts

Exclusive: 197 people killed last year for defending land, wildlife or natural resources, new Global Witness data reveals. In recording every defender’s death, the Guardian hopes to raise awareness of the deadly struggle on the environmental frontline

A cross on the side of the road painted in the colours of the Nasa indigenous people, reads, “Lord forgive them, fore they know not what they do.” Miranda, Cauca, Colombia. Photograph: Tom Laffay for the Guardian and infrastructure projects.

The slaughter of people defending their land or environment continued unabated in 2017, with new research showing almost four people a week were killed worldwide in struggles against mines, plantations, poachers and infrastructure projects.

The toll of 197 in 2017 – which has risen fourfold since it was first compiled in 2002 – underscores the violence on the frontiers of a global economy driven by expansion and consumption.

“The situation remains critical. Until communities are genuinely included in decisions around the use of their land and natural resources, those who speak out will continue to face harassment, imprisonment and the threat of murder,” said Ben Leather, senior campaigner for Global Witness.

But there was a glimmer of hope that after four consecutive increases, the number of deaths has flattened off, amid growing global awareness of the crisis and a renewed push for multinational companies to take more responsibility and for governments to tackle impunity.

Most of the killings occurred in remote forest areas of developing countries, particularly in Latin America where the abundance of resources is often in inverse proportion to the authority of the law or environmental regulation.

Extractive industries were one of the deadliest drivers of violence, according to the figures, which were shared exclusively with the Guardian in an ongoing collaboration with Global Witness to name every victim.

Mining conflicts accounted for 36 killings, several of them linked to booming global demand for construction materials.

In India, three members of the Yadav family: Niranjan, Uday and Vimlesh, were murdered last May as they tried to prevent the extraction of sand from a riverbank by their village of Jatpura.

In Turkey, a retired couple, Ali and Aysin Büyüknohutçu, were gunned down in their home after they won a legal battle to close a marble quarry that supplied blocks for upscale hotels and municipal monuments.

The hunger for minerals was also blamed for turning the Andes into a “war zone” with high-profile conflicts between indigenous groups and the owners of Las Bambas copper mine in Peru and El Cerrejón coal mine in Colombia.

Agribusiness was the biggest driver of violence as supermarket demand for soy, palm oil, sugarcane and beef provided a financial incentive for plantations and ranches to push deeper into indigenous territory and other communal land.

With many of the tensions focussed in the Amazon, Brazil – with 46 killings – was once again the deadliest country for defenders. Relative to size, however, smaller Amazonian neighbours were more dangerous.

Colombia suffered 32 deaths, largely due to an uptick of land conflicts and assassinations in the wake of the 2015 peace deal, which left a power vacuum in regions previously operated by Farc guerrillas. Among the most prominent victims was Efigenia Vásquez, a radio and video journalist from the Kokonuko community who was shot during a protest “to liberate Mother Earth”.

Peru witnessed one the worst massacres of the year in September when six farmers were killed by a criminal gang who wanted to acquire their land cheaply and sell it at a hefty profit to palm oil businesses.

Gangs and governments were largely responsible for the bloodshed in the second and fourth countries on the list: Mexico with 15 killings (a more than fivefold rise over the previous year), and the Philippines, which – with 41 deaths – was once again the most murderous country for defenders in Asia.

A broader crackdown by the country’s president, Rodrigo Duterte, was a key factor. When his soldiers massacred eight Lumad in Lake Sebu on 3 December, the government claimed they died in a firefight with rebels, but fellow activists insisted they were killed for opposing a coal mine and coffee plantation on their ancestral land.

Members of a delegation of indigenous and rural community leaders from 14 countries in Latin America and Indonesia, the Guardians of the Forest campaign, demonstrate against deforestation in London. Photograph: Tolga Akmen/AFP/Getty Images

In Africa, the greatest threat came from poachers and the illegal wildlife trade, particularly in the Democratic Republic of Congo where four rangers and a porter were ambushed and killed in July. But the highest profile victim last year of the poaching conflict was Wayne Lotter, an influential conservationist who was murdered in Tanzania after receiving death threats.

Global Witness believe many more murders go unreported. Defenders are also being beaten, criminalised, threatened or harassed. In a recent example, Ecuadorean forest activist Patricia Gualinga reported last month that attackers had thrown rocks through her windows and yelled death threats at her.

This is common. The EU-funded Environmental Justice Atlas has identified more than 2,335 cases of tension over water, territory, pollution or extractive industries, and researchers say the number and intensity are growing.

Justice is rare. The assassins are often hired by businessmen or politicians and usually go unpunished. Defenders, who tend to be from poor or indigenous communities, are criminalised and targeted by police or corporate security guards. When they are killed, their families have little recourse to justice or media exposure.

But there are patches of progress. Some countries saw falls, notably Honduras and Nicaragua, though activists remain in a vulnerable situation.

Civil society groups and international institutions are also increasingly mobilising behind environmental rights. Last month, 116 organisations in the Philippines launched a petition declaring: “It is not a crime to defend the environment.”

Campaigners for indigenous communities have taken their struggle to global climate talks and the United Nations.

Some international institutions are willing to listen. Following criticism for having backed the Honduran hydro project linked to the murder of activist Berta Cáceres, the Dutch Development Bank (FMO) has broken ground by declaring the safety of human rights defenders to be a key factor in future investment decisions. “The time has come for more investors to step up and take measures which guarantee that their money isn’t fuelling attacks against activists,” said Leather.

The UN special rapporteur on human rights and the environment, John Knox, urged governments to address the culture of impunity and said the media had an important role in boosting transparency.

“Environmentalists have been at risk for many years, but the full extent of the global crisis has only become clear as a result of the work of Global Witness and the Guardian to identify every environmental defender killed because of their work,” Knox said.

“As a result, it’s possible to see more clearly the underlying causes and risk factors, including the failures of governments to protect these defenders from threats and violence. I think that there are some signs that governments are starting to respond to the increasing international attention to these cases, but much more needs to be done.”